Título:
ALAS DE PAPEL
Seudónimo: yoai
¡¡¡¡Mamáááá!!!!
¡Deja ya de decirme que no me toque las orejas y de querer llevar todo el día
un rollo de papel higiénico en la mano!
Iraia
era una niña de 2 años, con una expresividad en la cara sobrenatural. Unos ojos
grandes y llamativos de un color miel con toques verde bosque, y una sonrisa
que alegraba a cualquier humano.
Iraia
no dejaba de pensar porque todo el mundo la regañaba por llevar un rollo de
papel higiénico por la calle. Había incluso quién se reía de ella llamándola
cagona o por parecer publicitar un spot de alguna marca de papel higiénico.
Pero a ella no le importaba, nadie comprendía que cada vez que tiraba un trozo
de ese papel higiénico estaba construyendo sus alas de hada, para así poder
escapar cuando los trols la perseguían.
Se
tocaba constantemente las orejas ya que le picaban, un síntoma de que estaban
creciendo por la parte de arriba de forma puntiaguda, pero de nuevo la gente
solo percibía una niña que se tocaba las orejas porque tenía sueño.
Iraia
sufría porque nadie podía ver lo que ella veía, y por lo tanto, se sentía
incomprendida.
En
la guardería sufría y se refugiaba en un rincón con su chupete, sin abrirse a
nadie. Todos pensaban que era una niña muy introvertida y que le estaba costando
mucho adaptarse, pero estaban muy equivocados.
Mientras
todos los rollos de papel higiénico se iban amontonando en la estantería todas
las mañanas cuando Iraia llegaba a la guardería y se lo arrebataban de los
brazos. En esos momentos, empezaba el calvario para ella.
De
entre los bosques aparecían esos feos y malvados trols que querían arrebatarla
su luz mágica. Ella tenía miedo ya que solo podía huir de ellos volando con sus
alas y refugiándose en las nubes, lugar dónde los trols no podían acceder.
Pero
al quitarla todas las mañanas el rollo de papel higiénico sus alas dejaban de
crecer y no tenían el tamaño suficiente para volar todavía.
Una
mañana, mientras estaba escondida en la madriguera de un conejo, se le apareció
un duende llamado Aimar. Los duendes eran unos seres entrañables que habitaban
este bosque desde tiempos inmemoriables.
Ellos
no temían a los trols ya que no corrían peligro. Para los trols los duendes
eras unos seres repelentes que apestaban, por lo cual no eran apetecibles. Pero
realmente era todo lo contrario, los duendes no apestaban, desprendían un olor
embriagador, dulzón con toques florales, pero por cosas favorables del destino
para los duendes, los trols repudiaban ese olor y por lo tanto ni se les
acercaban.
Aimar
empezó a hablar con Iraia, le dijo que la quería ayudar ya que todas las
mañanas la veía sufrir por intentar
salvar su vida.
Le
contó que en el interior de ese bosque, donde estaba la laguna, en la copa de
un viejo almendro vivía una de las brujas más poderosas del mundo, que ella le
podría ayudar.
Iraia
se alegró y se adentró en la espesura del bosque acompañada de Aimar hasta que
llegaron a un claro donde relucía una inmensa laguna llena de flamencos.
Mientras
los observaban bañarse, un ruido sonó a sus espaldas. Se giraron rápidamente y
se encontraron de frente con la mujer más hermosa que jamás habían visto.
Era
una mujer de una belleza que casi dolía mirarla. Unos cabellos pelirrojos,
rizados, le llegaban hasta la altura de las caderas, y sus ojos verdes como
esmeraldas irradiaban mucha sabiduría. Su cabello estaba adornado por
florecillas blancas silvestres y su vestido, del mismo color que sus ojos, le
caía hasta cubrirla los pies.
La
bruja, se acercó a Iraia y le dijo:
-
¿Iraia que necesitas?
Iraia
se quedó asombrada de que supiese su nombre. Pero rápidamente le contó su
problema.
La
bruja le dijo que podía ayudarle pero que le pediría algo a cambio. Si le
ayudaba, Iraia tendría que comer todos los días chocolate, cuanto más mejor.
Con cada trozo de chocolate que comiese, la belleza de la bruja crecería. Era
así como se mantenía tan bella, cada vez que ayudaba a alguien hacían el mismo
trato.
Iraia
aceptó encantada.
La
bruja sacó una varita de avellano adornada con brillantina de colores y
estrellas de cristal. Agitándola dijo unas palabras mágicas y ante ellos
apareció un chupete, pero no era uno cualquiera, era un chupete mágico. Cada
vez que necesitara huir de los trols, debería introducirse en la boca, de esta
manera, conseguiría convertirse invisible ante los ojos de ellos.
También
le dijo, que ese hechizo sólo duraría hasta que consiguiese tener las alas
completas y poder volar.
Iraia
y Aimar regresaron saltando y cantando de felicidad.
Una
vez en su zona del bosque, pararon de golpe al encontrarse de frente con el
trol más feo y grande que jamás habían visto. Las piernas de Iraia comenzaron a
temblar y sus dientes castañearon como si estuviera muerta de frío. Aimar, que
no estaba asustado, cogió rápidamente el chupete que llevaba Iraia atado al
cuello y se lo introdujo en la boca de ella. De inmediato desapareció a los
ojos del trol, pero solo a los ojos del trol, el resto de seres vivientes del
bosque sí que podían verla. En el rostro de Iraia brotó de golpe una sonrisa de
oreja a oreja y sus piernas y dientes dejaron de temblar. Volvieron a saltar de
felicidad.
Incluso,
decidieron burlar un poco a ese malvado trol, por lo cual, jugaron un rato a
ponerse y quitarse el chupete hasta desquiciarle los nervios. El trol dio un
sonoro grito y se fue echando humo por la nariz del mal humor que le habían
puesto. Cada vez que veía a Iraia y se abalanzaba sobre ella, era incapaz de
atraparla, la niña rápidamente desaparecía y aparecía en otro lugar, por lo que
el trol, alguna vez que otra, dio con sus hocicos en el suelo.
A la
hora de comer en la guardería, las profesoras buscaron a Iraia. La encontraron
en un rincón con su chupete y una sonrisa de oreja a oreja. Intentaron quitarla
el chupete pero no lo consiguieron. Ella mandaría sobre su chupete y nadie se
lo iba a quitar hasta que pudiera volar.
Ese
día Iraia volvió feliz a su casa. Nada más llegar, cogió un rollo de papel
higiénico del baño y siguió construyendo sus alas. Su madre al verla le entró
la risa, le parecía divertido esa manía que tenía su hija. Pero su padre no era
de la misma opinión.
Para
merendar le pidió a su mamá chocolate. Tenía que agradar a la bruja para que no
le quitara el chupete. Pero con un trozo no se conformaba y siempre pedía más y
más. Por ese motivo la volvían a regañar. Se sentía muy impotente, nadie la
comprendía.
Una
tarde, Iraia cansada de que le arrebataran el papel tan de seguido y de que la
regañaran por ponerse el chupete siempre, o por comer chocolate, o por tocarse
tanto las orejas; intentó comunicarse con su madre como pudo.
Al
ser una niña muy expresiva y gustarle mucho el teatro intentó recrearlo.
Primero
encontró en un cuento imágenes de hadas y se las enseñó a su mamá. Después
buscó unas alas de mariposa que su vecina le había regalado para su cumpleaños y
se las situó en la espalda. Por último buscó un disfraz de princesa de esos que
odiaba pero que en este momento la podía ayudar.
Se
disfrazó con la ayuda de su madre. Y empezó a actuar. Cogió el rollo de papel
higiénico y cubrió sus alas. A una de las ilustraciones de hadas del cuento les
dibujó garabatos intentando hacer puntiagudas las orejas que allí aparecían y
luego buscó imágenes de trols mientras ella los imitaba con gestos.
Su
madre se estaba divirtiendo pero no entendía nada. Para ella solo era una
manera de pasar amena la tarde por parte de su hija.
Iraia
pidió chocolate y cogió una varita mágica del baúl de los juguetes, y puso ante
los ojos de su madre los dos objetos más el chupete. Ella intentaba hablar
coherentemente pero para los oídos de su madre solo eran palabras sueltas, algunas de ellas imposibles de descifrar.
Iraia cada vez se sentía más impotente aunque tranquila ya que por lo menos
gracias al chupete su vida no corría peligro.
Esa
noche pudo dormir tranquila y en la guardería se mostró más sociable con sus
compañeros. Eso sí, siempre con el chupete en la boca. Pero por primera vez lo
pasó bien, no tuvo miedo y pudo disfrutar de las cosas del mundo terrenal en el
que estaba y no solo vivir en el mundo de fantasía al que pertenecía.
La
noche siguiente, se fueron todos a dormir. Su madre empezó a soñar. Desde la
tarde en que Iraia le había escenificado todo eso sobre las hadas algo le
corría por la mente. Esa noche su subconsciente empezó a revelarle el porque de
todas las cosas que hacía su hija, que aunque a ella no le resultaba extraño, a
otras personas les parecía curiosas e incluso raras.
Soñó
que su hija era un hada, que tenía unas alas preciosas, transparentes y
brillantes con reflejos azules y dorados. Que iba saltando y cantando por un
bosque junto a un duendecillo de cara sonriente. Y que de repente aparecía u
feo y enorme trol e Iraia batía las alas
y subía velozmente hasta una nube, donde se sentaba a esperar a que se fuera el
trol mientras el duende se sentaba encima de una flor y la saludaba.
Yaiza,
que así era como se llamaba la madre de Iraia, se levantó sobresaltada por el
sueño, le parecía todo tan real que empezaba a dudar. Se levantó y se fue a la
cocina. Cogió un refresco de cola de la nevera, se lo sirvió en un vaso lleno
de hielo con una rodaja de limón y se marchó al salón a pensar sobre el sueño.
Se sentó en el sofá y empezó a darle vueltas en la cabeza.
Yaiza
era una madre de 37 años. Sólo tenía a Iraia como hija y estaba encantada. De
jovencita siempre fue una niña muy risueña de cabellos color oro y ojos azules
como el mar. Con mucho carácter y personalidad. Muy soñadora. Le encantaban las
historias de hadas y otros seres mágicos del bosque y siempre que pudo se
disfrazaba de alguno de ellos. Como ese día que fue de unicornio con un cuerno
en su frente y estaba superfeliz con sus alas aladas. A veces incluso pensó que
era uno de ellos y creía mezclar fantasía con realidad. Según fue creciendo su
imaginación fue menguando. La sociedad en la que vivía no le permitía soñar con
fantasías.
Pero
ese sueño, revivó algo dentro de ella. Su cabeza giraba y giraba. Le venían
flashes de imágenes que no sabía si había vivido o soñado también. Las imágenes
de un duende llamado Gaby no dejaban de aturdirla. Este duende moreno de ojos
tan azules como los suyos no dejaba de sonreírla y decirla ven.
Yaiza
cansada de intentar borrar esas imágenes de su mente dejó llevarse por la
llamada de Gaby y apareció en el mismo bosque que había estado su hija.
De
repente empezaron a picarle las orejas y al ir a rascárselas descubrió que las
tenía más grandes y puntiagudas. Y unas hermosísimas alas también transparentes
pero con reflejos verdes y naranjas aparecieron en su espalda. Empezó a
acariciarlas. Tenían un tacto suave y algo húmedo pero muy agradable. Empezó a
agitarlas y se elevó dos palmos del suelo. Estaba emocionadísima. Empezaba a
recordar cosas. Todo esto le era familiar.
De
repente, se escuchó un enorme estruendo y muchas pisadas. A lo lejos divisó
unos ojos rojos llenos de ira. Era un enorme trol lleno de pelos. Se quedó
paralizada, pero Gaby rápidamente la empujó y le dijo que volara hasta las
nubes. Agitó las alas lo más rápido que pudo y enseguida alcanzó una nube
mullidita, ideal para recostarse y ver ese hermoso bosque durante un rato allí
en las alturas.
Cuando
descendió, abrazó a Gaby que se quedó sorprendido. Le dijo que mientras
observaba ese maravilloso paisaje había recordado todo; que ella era un hada,
que tuvo que hacerse sus alas con papel de periódico y que también tuvo que
acudir a por ayuda a la bruja del lago que a cambio de chocolate le regaló un
chupete mágico que la hacía invisible. También recordó ese picor de orejas que
tenía constantemente y que ella aliviaba echándose agua fría. Y así pudo
entender que su hija también era un hada y que en lugar de papel de periódico
como ella para construir sus alas, estaba utilizando papel higiénico.
A
partir de ahora iba a ayudarla. No quería que como le pasó a ella la sociedad
le arruinase su mundo de fantasía como había hecho con ella.
En
cuanto Iraia despertó la abrazó y le dijo que ya sabía todo. Esperó a que
Arturo, el padre de Iraia se marchara y avanzó sobre su plan.
Cogió
todos los rollos de papel higiénico que había en la casa y entre las dos
terminaron de fabricar las preciosas alas de Iraia que su madre había visto en
su sueño.
Fueron
a la nevera, se comieron una tableta entera de chocolate entre las dos y
cogiendo el chupete de Iraia, cerraron los ojos y aparecieron en el bosque
encantado, donde lucía el sol y las mariposas volaban de flor en flor. Debajo
de una seta aparecieron Gaby y Aimar y les saludaron. Pero antes de seguir allí
con ellos debían ir a visitar a la bruja del lago, devolverle el chupete y
darle las gracias.
En
cuanto llegaron a la casa del lago, llamaron a la puerta. La bruja les dijo que
entraran y se sentaran junto a la chimenea. Obedecieron. Al instante apareció
la bruja, estaba más bella que nunca gracias al chocolate que habían ingerido por
la mañana Yaiza e Iraia. La entregaron el chupete y le dieron las gracias. La
bruja les sonrió amablemente y le dijo que antes de irse quería contarles algo
más.
Les
contó que eran hadas por descendencia, que la madre de Yaiza también era hada,
y la madre de la madre, y así de generación en generación, pero que viviendo en
el mundo de los humanos al final siempre se acababan olvidándose de las raíces
ya que eran mundos incompatibles.
Yaiza
e Iraia iban a intentar no olvidarse de este mundo mágico, de sus verdaderas
raíces ya que estando unidas iba a ser todo mucho más fácil.
Regresaron
a su casa en el mundo humano llenas de felicidad y se dieron un capricho
comiéndose un helado de yogur natural repleto de virutas de chocolate y
nubecitas.
Cuando
llegó Arturo a casa notó algo diferente en el ambiente. Se respiraba un aire a
bosque y felicidad que le agradaba. Al entrar al salón se encontró a su mujer y
a su hija disfrazadas de hadas con alas y varitas mágicas. Con la cara llena de
purpurina y en el pelo diademas de margaritas. Junto a los pies tenían una
ardilla.
Se
acercaron a él, le pusieron unas orejas falsas de duende y un gorro verde
puntiagudo. Los tres reían de felicidad y se pusieron a jugar. Le enseñaron a
la ardilla Bisa y le dijeron que la habían encontrado en el parque y se la iban
a quedar. Aceptó encantado, le encantaban los animales.
Desde
ese día, todo en la casa de los Durango era felicidad. Iraia no volvió a utilizar
el chupete. Los rollos de papel higiénico sólo estaban en el cuarto de baño y
no desparramados por toda la casa, y ya no se agarraba las orejas; sólo cuando
junto con su madre volaban a su hogar mágico y corrían entre árboles y setas y
volaban a las nubes para huir de los trols.
Además,
todas las tardes comían juntas chocolate.